(...)¡Al fin amaneció el día de nuestra marcha! ¡Al fin vamos a participar de los peligros y de la gloria de nuestros hermanos, que luchan y mueren como leones al otro lado del Estrecho! ¡Al fin se mecen las naves, prontas a surcar las tendidas olas y a transportar el TERCER CUERPO de ejército de África al teatro de la guerra!
Málaga lo ve hoy, como ayer lo vieron Cádiz, Valencia y Algeciras: el día del embarco es un día de fiesta para nuestras tropas; quedar en España era su único sobresalto, vivir y morir obscuramente, su único terror; el miedo a la paz (¡sólo este miedo!) había conturbado durante un mes todos los corazones. En vano llegaban lúgubres noticias de amigos y parientes que dormían ya el sueño eterno en las arenas africanas; en vano cien y cien heridos arribaban a este puerto, pocas horas después de haber salido de él llenos de vida y de confianza; en vano se describía la fanática crueldad y bárbaro heroísmo de los moros... Soldados, generales y jefes sentían cada vez mayor impaciencia por volar al combate.«¿Cuándo? ¿Cuándo? (decían la palabra, el saludo, la mirada de todos). ¿Cuándo vengaremos la sangre derramada? ¿Cuándo ayudaremos a nuestros nobles compatriotas? ¿Cuándo moriremos o triunfaremos como ellos?»
¡Hoy, hoy es el suspirado día!
Todo está pronto: los caballos, con su equipo de guerra, piafan ardorosos en los buques que han de servirnos de móvil puente entre Europa y África. Armas, víveres, municiones, equipajes, todo se halla a bordo. Para ello han sido precisos verdaderos milagros... ¡Pero nada falta ya! El talento de unos, la actividad de otros, el patriotismo de todos, los donativos del pueblo, la misma desesperación, han prestado servicios inverosímiles, recursos inesperados; y, en un mes, en menos tiempo, se ha organizado el TERCER CUERPO de tal manera, que puede competir con los que ya se han cubierto de gloria en el africano continente.
¡En marcha, pues! Despidámonos de los buenos amigos que dejamos en esta noble ciudad, despidámonos del suelo y del aire patrio; y ocupando nuestro lugar en la legión expedicionaria, volemos a África a realizar el sueño de toda nuestra vida.(...)
(...)20 de diciembre.
La mañana de hoy se presentó fría y nebulosa; los soldados, aburridos después de tres días sin moros, encontrábanse algo macilentos: dispúsose, pues, que la música de cada cuerpo sacase a relucir los aires nacionales más conocidos de su gente; y así, en los batallones compuestos de andaluces se tocó el fandango, en los regimientos donde abundaban los aragoneses resonaron bulliciosas jotas, en los que tenían muchos gallegos se escuchó la muñeira, y así en los demás, hasta producir una discordante sinfonía que ensordeció los ámbitos del valle...
Los soldados cayeron en el lazo: cada uno empezó a entonar su canto favorito; enviose al diablo el mal humor, y el Campamento adquirió de nuevo su animación acostumbrada.
Para que la alegría fuese completa, súpose a cosa de las diez que el enemigo daba señales de vida. Algunos cañonazos empezaron a resonar hacia los Reductos Francisco de Asís e Isabel II, y poco después se empezó un vivo fuego de fusilería.
Los moros, en número de siete u ocho mil, habían amagado nuestra derecha y nuestra izquierda, para formalizar el ataque por el centro... Pero el general Gasset y el brigadier Lasaussaye los rechazaron por la derecha con fuerzas del PRIMER CUERPO, especialmente con los Cazadores de Barbastro, que dieron una brillante carga a la bayoneta, apoyados por los batallones de las Navas, de Chiclana y de Borbón... Al mismo tiempo, nuestro cuerpo de ejército los castigaba y hacía huir por la izquierda, distinguiéndose en esta operación el general D. Jenaro Quesada y el brigadier Otero, con los batallones 2.º del Infante y 1.º de San Fernando... Y en cuanto al ataque del centro, fue rechazado por la artillería; por los cazadores de Mérida, que estuvieron heroicos; por los carabineros de infantería de la escolta de O'Donnell, y, últimamente por una furiosa carga a la bayoneta de los cazadores de Simancas.
Alejáronse, pues, los marroquíes, como siempre, castigados, pero no arrepentidos, sin haber logrado adelantar una línea de terreno ni hacernos retroceder un solo paso. ¡Sin embargo, volverán!
Yo tengo para mí que esos hombres, al venir a hostilizarnos, no traen la esperanza de vencernos. Ellos deben de saber que son impotentes contra nosotros, y que ni recobrarán por la fuerza el territorio que les arrebatamos, ni estorbarán nuestra marcha, ni quebrantarán nuestra decisión. Nueve combates sucesivos, en que siempre han sido deshechos o rechazados, bastaban ya, para convencerles de esta verdad. ¡Y, con todo, han venido hoy! Esto me prueba que esa raza fanática combate por placer o por devoción: no con ilusiones patrióticas ni con plan de campaña, sino porque lo creen su necesidad, su obligación o su destino. Diríase que su fe les trae a nuestro campo quemar pólvora en honor a su Dios, como nosotros quemamos incienso en los altares. Así se explica que vayan pasando ante nuestro ojos tribus y tribus, hambrientas y medio desnudas, independientes de toda autoridad, libres de toda coacción, y que unas tras otras se acerquen a nuestra línea, sin reparar en la naturaleza de nuestras posiciones ni en el alcance de nuestras piezas, y disparen su espingarda, y mueran en seguida sobre el mismo terreno que el día anterior regaron otros con su sangre.
Y si tampoco es esto, ¡digo que esas gentes son más aficionadas a matar que las fieras a sus montañas!
(...) Diario de un testigo de la guerra de Africa De Pedro Antonio de Alarcón.
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