(...)La sólida formación avanza con paso lento y seguro. El estruendo de la artillería se mezcla con el sonido de los tambores, el desacompasado fuego de arcabuz y las voces de los capitanes. Los corazones laten aceleradamente ante el inminente combate. Un proyectil impacta en la reserva de pólvora de un arcabucero. La explosión destroza al pobre desgraciado. La suave brisa extiende la humareda y un desagradable olor lo impregna todo.
Un pequeño grupo se ha adelantado y se encara de forma suicida con la primera línea de piqueros enemigos. Un choque violento, algunos hombres caen o quedan ensartados en las puntas de las picas, pero el resto no se detiene. A golpes de mandoble y alabarda se abren hueco en la vanguardia enemiga. De pronto los capitanes apremian a la formación principal. Se produce una carga. Gritos, sonido de metal contra metal, alaridos, el fragor de la batalla, confusión. Una marea de hombres rebasa a la primera línea en lo que parece una descontrolada embestida. Es el momento de salvar el pellejo, de conseguir la victoria, de sobrevivir. Las geométricas formaciones se funden en una informe melé.
El enemigo vacila, el pánico y el instinto de supervivencia los hace retroceder. Primero ordenadamente. Pero la ferocidad del ataque quiebra la voluntad incluso de los veteranos y se produce la desbandada. Espoleados por el éxito de la carga, esos soldados de peculiar aspecto y ataviados con prendas multicolores, se lanzan a la caza de su botín. Son los lansquenetes alemanes, mercenarios al servicio del Imperio Español, respetados y temidos en toda Europa.(...)
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