Santiago y cierra España.
Cuenta Pierre de Brantôme: "...1.500 arcabuceros de los más diestros, prácticos, astutos, dispuestos y que más andaban, que, enseñados por el mismo Pescara á extenderse en escuadras por el campo contra todo orden de guerra y ordenanza de batalla y hacer giros y dar vueltas de uno á otro lado con gran celeridad, fueron desbandados por orden del Marqués entre los escuadrones de caballos, que dieron buena cuenta de los franceses, destruyeron su esfuerzo con gran ventaja, perdiéndoles enteramente, porque reunidos simultáneamente y formando un grueso, eran arrojados á tierra por tan pocos pero excelentes y bravos arcabuceros..."
[Mientras corría sentía a los "Doce Apóstoles" golpeando contra su pecho. Hay que correr deprisa y desplegar rápidamente "las alas" para rodear a la caballería enemiga. El centro déjenlo para los piqueros, con sus lanzas de mas de cinco metros. Así lo habían repetido una y otra vez. Así lo había dicho el "Marchese di Pescara": su general.
Sin detenerse, introdujo su mano en la bolsa de cuero de la bandolera y al tacto tomo varias bolas de plomo (él mismo las fundía) y las colocó en su boca. Junto con otros arcabuceros al escuchar la orden se plantaron.
Comenzaron a alinearse formando tres filas de cinco hombres cada una separadas más o menos por quince pasos una de otra y comenzaron a cargar. Le quedaban sólo dos cargas en la bandolera, miró las mechas con alivio, estaban encendidas. Como siempre buscó estar en la primera fila. Le gustaba ver a que le disparaba, antes de que el humo desdibuje todo.
Relajado, muy relajado midió su blanco, mientras realizaba instintivamente todo el "drill" de carga. Tres arrobas de mecha habían gastado entrenando especialmente para este evento.
A pocos metros, montados en enormes y acorazados caballos, los caballeros franceses brillaban bajo el sol de la mañana, que robaba destellos del oro y la plata de las ornamentadas armaduras. Erizados de espadones y lanzas, con coloridos estandartes flameando en el viento, aquella masa de corceles, hombres y hierro hacían temblar el suelo. Cerro el ojo izquierdo, tomo puntería y esperó las órdenes.
- ¡Abran cazoletas! ..., ¡¡Fuego!!. Sintió el culatazo en el hombro y sin esperar a que la nube se disipe, se perfiló hacia la derecha, para ofrecer menor blanco, mientras hacía lugar por su izquierda a un lansquenete de la segunda fila, que ya avanzaba. Tronaron las armas de la segunda fila disparando, mientras sacaba otra bola de su boca y la colocaba en el cañón de su arcabuz.
Pocos metros adelante, los caballos, principal objetivo, recibieron la mayor parte de la descarga, Algunos plomos rebotaron contra las pesadas armaduras, pero en donde esta era delgada o donde no protegía al animal causaron estragos. El olor de la sangre se mezcló con el del azufre.
Estaba colocando la baqueta en su lugar cuando escuchó la orden de disparo para la tercera fila. Sopló avivando la mecha y avanzó por la izquierda del arcabucero que ya estaba recargando. Secó la transpiración de su mano derecha en la blanca camisa (ya no tan blanca) y colocó suavemente sus dedos en la palanca de disparo de su arcabuz. Apuntó hacia delante, no tan alto ahora, ya que los franceses estaban más cerca. El humo ya no permitía distinguir blanco. Sonó la orden y disparó.
- ¡Avanzar!. Entrecerrando un poco los ojos emergió de la densa nube de humo blanco y miró el lugar donde se hallaba hacía sólo unos instantes lo mejor de la caballería francesa. El espectáculo llenó de júbilo al español (era todo un plebeyo). Los nobles jinetes estaban prácticamente aplastados por sus perforadas cabalgaduras. Algunos como una tortuga puesta de espalda trataban desesperadamente ponerse de pie, luchando contra sus corazas y la fuerza de gravedad. Otros, alcanzados por los disparos, yacían muertos dentro de su lujosa armadura, última morada por poco tiempo, ya que la misma era un preciado botín de guerra.
Sistemáticamente comenzaron a disparar a quemarropa a todo lo que se movía. La batalla estaba finalizando.
Ahora un poco más tranquilo comenzó a cargar nuevamente, esta vez calculando a ojo y directamente de la polvorera, ya que no tenía más cargas predosificadas en su bandolera. Alguno que otro desmontado caballero quiso entablar estilo torneo, un digno combate con la espada. Pero los españoles, que carecían de esos modales, los liquidaron disparando su arcabuz directamente dentro de la armadura. Lástima, ya que de por sí la idea era conservarlos con vida, para poder pedir rescate. Pero si se empeñaban en querer utilizar la espada... No quedaba otro remedio.
Pero aún falta bastante para descansar, hay que recoger el botín de guerra. El español apagó los dos cabos de la mecha que tenía enrollada en el antebrazo, puso el recalentado arcabuz sobre su hombro y desenfundó el botafuego que le había obsequiado aquel mal hablado artillero alemán: un instrumento ideal para el remate, rápido y fácil de colar por las rendijas de las armaduras.
"...Si queréis honra y favor, alimento y botín, enfrente lo tenéis..." les había dicho Pescara. Escupió en el suelo la bola de plomo que quedaba en su boca y se dirigió con paso rápido hacia los valiosos despojos de la caballería francesa. Parte de su sueldo todavía gritaba.
El flamante exterminador de nobles caballeros había llegado. Lo que la ballesta no había logrado lo estaba realizando con probada eficacia el arcabuz. Amanecía el 25 de febrero de 1525. El lugar: Pavía, a treinta kilómetros de Milán].
Por Eduardo Fontela.
martes, 5 de enero de 2010
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